Everest Escalada por compromiso

Everest:
Escalada por compromiso

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Enfrascarse en guerra de precios con la competencia, conflictos bélicos entre países, confrontaciones políticas con los opositores o en aventuras empresariales que sólo dan problemas y pérdidas son experiencias dolorosas y costosas a las que es fácil entrar pero difícil salir. Cuando el compromiso de no dejarnos doblegar por los competidores, vencer por el país enemigo, ceder ante la tienda política adversaria o amilanar por las cifras permanentemente en rojo lo asumimos en modo “rendirse nunca-retroceder jamás, fallar no es una opción, fuerte es quien se levanta de las caídas o el ya verán con quién se han metido”, es que hemos canjeado compromiso por obsesión.

 

Ante cada tropiezo o movida agresiva de la contraparte aumentamos peldaño a peldaño la apuesta, incrementamos el ataque, extendemos el esfuerzo no importa el sacrificio y hasta -como Hernán Cortés en México- quemamos las naves para renunciar a la reculada: nuestro omnipotente cerebro emocional (ese que no entiende de números pero sí de sensaciones e impulsos) tomó el timón de nuestras decisiones. Hemos entrado en escalada por no renunciar al compromiso asumido inicialmente, aun cuando desde todo punto de vista no convenga sostenerlo. Es la llamada escalada por compromiso.

Hemos entrado en escalada por no
renunciar al compromiso asumido
inicialmente, aun cuando desde todo punto
de vista no convenga sostenerlo.

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Enfrascarse en guerra de precios con la competencia, conflictos bélicos entre países, confrontaciones políticas con los opositores o en aventuras empresariales que sólo dan problemas y pérdidas son experiencias dolorosas y costosas a las que es fácil entrar pero difícil salir. Cuando el compromiso de no dejarnos doblegar por los competidores, vencer por el país enemigo, ceder ante la tienda política adversaria o amilanar por las cifras permanentemente en rojo lo asumimos en modo “rendirse nunca-retroceder jamás, fallar no es una opción, fuerte es quien se levanta de las caídas o el ya verán con quién se han metido”, es que hemos canjeado compromiso por obsesión.

 

Ante cada tropiezo o movida agresiva de la contraparte aumentamos peldaño a peldaño la apuesta, incrementamos el ataque, extendemos el esfuerzo no importa el sacrificio y hasta -como Hernán Cortés en México- quemamos las naves para renunciar a la reculada: nuestro omnipotente cerebro emocional (ese que no entiende de números pero sí de sensaciones e impulsos) tomó el timón de nuestras decisiones. Hemos entrado en escalada por no renunciar al compromiso asumido inicialmente, aun cuando desde todo punto de vista no convenga sostenerlo. Es la llamada escalada por compromiso.

Hemos entrado en escalada por no renunciar al compromiso asumido inicialmente, aun cuando desde todo punto de vista no convenga sostenerlo.

Nuestro cerebro emocional está anclado en nuestra mente primitiva. Un mega procesador que dispara de manera autónoma e incontrolable poderosos impulsos en los que se enredan los afectos, las sensaciones, los recuerdos, los miedos, las ansiedades, las preferencias, la autoestima y todo un cóctel de reacciones bioquímicas a nivel neuronal interconectado por un cableado de banda ancha con los sistemas corporales: muscular, respiratorio, digestivo, esquelético, etc.

 

Al otro lado de este cerebro emocional está nuestro moderno cerebro racional. Pináculo de la evolución humana, capaz de verbalizar, calcular, teorizar, pronosticar, especular y desarrollar toda la compleja gama del pensamiento lógico, abstracto, analítico, sistémico, deductivo, inductivo y crítico que lamentablemente poco puede hacer en la lucha contra el emocional.

 

Cuando la emoción y razón forcejean -o dicho de manera más elegante, corazón y mente disputan- la primera se lleva de encuentro a la segunda, pero no de manera violenta: el cerebro emocional le susurra al racional una sutil melodía que este no oye pero sí escucha y como por encanto le persuade de su decisión…, haciéndole creer que incluso fue tomada por el racional mismo. Nos creemos muy racionales a la hora de decidir, pero en realidad quien lo hizo fue el engañoso cerebro emocional, sin que seamos conscientes de ello.

El sicólogo Daniel Kahneman lo explicó tan claramente en su libro Pensar Rápido Pensar Despacio, que le fue concedido en el 2012 el Premio Nobel de Economía. En la película Intensa-Mente (Inside Out, producida por Pixar en el 2015, que obtuvo el Oscar a la mejor película de animación y nominada al mejor guión original), la pequeña Riley es gobernada inconscientemente cual robotito por Alegría, Tristeza, Temor, Furia y Desagrado. Yuval Harari lo resalta en su reciente serie de Homo Sapiens y Homo Deus.

 

El punto es que una vez en escalada, las decisiones no se toman en base a una apreciación razonada del enorme costo que exige continuar en la lucha y la escasa posibilidad de ganarla. Los directivos de una empresa atrapada en ella pueden evaporar el margen de ganancias y hasta verla morir en el trance, si no deciden a tiempo un –“bueno, hasta aquí llegamos!”, abortar la misión, encajar el costo ya asumido, buscar una salida inteligente (quizá su adversario le dejó un puente de plata para la huida o está tan o más interesado que usted en discutir una tregua) y detener la hemorragia. Total, los ingleses sostienen que si se desea salir de un hoyo lo primero que se debe hacer es dejar de cavar.

Una vez en escalada, las decisiones no se

toman en base a una apreciación razonada

del enorme costo que exige continuar en la

lucha y la escasa posibilidad de ganarla.

Nuestro cerebro emocional está anclado en nuestra mente primitiva. Un mega procesador que dispara de manera autónoma e incontrolable poderosos impulsos en los que se enredan los afectos, las sensaciones, los recuerdos, los miedos, las ansiedades, las preferencias, la autoestima y todo un cóctel de reacciones bioquímicas a nivel neuronal interconectado por un cableado de banda ancha con los sistemas corporales: muscular, respiratorio, digestivo, esquelético, etc.

 

Al otro lado de este cerebro emocional está nuestro moderno cerebro racional. Pináculo de la evolución humana, capaz de verbalizar, calcular, teorizar, pronosticar, especular y desarrollar toda la compleja gama del pensamiento lógico, abstracto, analítico, sistémico, deductivo, inductivo y crítico que lamentablemente poco puede hacer en la lucha contra el emocional.

 

Cuando la emoción y razón forcejean -o dicho de manera más elegante, corazón y mente disputan- la primera se lleva de encuentro a la segunda, pero no de manera violenta: el cerebro emocional le susurra al racional una sutil melodía que este no oye pero sí escucha y como por encanto le persuade de su decisión…, haciéndole creer que incluso fue tomada por el racional mismo. Nos creemos muy racionales a la hora de decidir, pero en realidad quien lo hizo fue el engañoso cerebro emocional, sin que seamos conscientes de ello.

El sicólogo Daniel Kahneman lo explicó tan claramente en su libro Pensar Rápido Pensar Despacio, que le fue concedido en el 2012 el Premio Nobel de Economía. En la película Intensa-Mente (Inside Out, producida por Pixar en el 2015, que obtuvo el Oscar a la mejor película de animación y nominada al mejor guión original), la pequeña Riley es gobernada inconscientemente cual robotito por Alegría, Tristeza, Temor, Furia y Desagrado. Yuval Harari lo resalta en su reciente serie de Homo Sapiens y Homo Deus.

 

El punto es que una vez en escalada, las decisiones no se toman en base a una apreciación razonada del enorme costo que exige continuar en la lucha y la escasa posibilidad de ganarla. Los directivos de una empresa atrapada en ella pueden evaporar el margen de ganancias y hasta verla morir en el trance, si no deciden a tiempo un –“bueno, hasta aquí llegamos!”, abortar la misión, encajar el costo ya asumido, buscar una salida inteligente (quizá su adversario le dejó un puente de plata para la huida o está tan o más interesado que usted en discutir una tregua) y detener la hemorragia. Total, los ingleses sostienen que si se desea salir de un hoyo lo primero que se debe hacer es dejar de cavar.

Una vez en escalada, las decisiones no se toman en base a una apreciación razonada del enorme costo que exige continuar en la lucha y la escasa posibilidad de ganarla.

Todo esto suena muy dramático, pero ni por asomo se acerca cuando son las personas las que protagonizan la escalada por compromiso en una escalada (valga la redundancia) de alta montaña, concretamente cuando unos entusiastas se imponen el objetivo de hacer cumbre en el techo del mundo: el Everest. Superarlo supone un enorme desafío físico (curiosamente no tanto técnico, pues hay montañas de menor altitud bastante más difíciles), además de económico. Dependiendo del tipo de servicio, un cliente debe pagar entre 50.000 y 120.000 dólares a la agencia que organiza la expedición, aparte de los 11.000 que cobran las autoridades por derecho de acceso. Alrededor de mil escaladores intentan cada año llegar a la cima (entre clientes, sherpas y personal especializado), teniendo éxito en promedio la mitad, en una temporada de buen clima.

 

Las agencias que proveen el servicio de guía y suministros exhiben severas políticas de seguridad que incluyen explícitamente la potestad de ordenar al cliente regresar al campamento si durante el ascenso da muestras de debilidad o fatiga, o si hasta las dos de la tarde de la jornada de ascenso final -esa toma 18 horas entre ida y vuelta- no ha alcanzado la cima pues debe asegurar que estará en condiciones de retornar por sí mismo al campamento 4, que se encuentra a 7.950 metros de altitud, 900 metros más abajo que la cumbre.

 

Esta regla se aplica incluso estando muy cerca de coronar, algo muy frustrante para los clientes por todo lo que han invertido, razón por la que presionan duramente a los guías para que les extienda el límite de tiempo. Sin embargo, nunca el progreso del ascenso es previsible, pues depende del estado del tiempo, de la necesidad de colocar cuerdas fijas en los tramos difíciles y sobre todo de demoras por la presencia de numerosos escaladores, muchos de ellos lentos, lo que obliga a formar fila en los pasos complicados, sobre todo en el Escalón Hillary, una pared de algo más de doce metros de altura, algo técnica y muy cerca de la cúspide.

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En mayo de 1996, ocho de veintitrés escaladores fallecieron durante el retorno de la cumbre del Everest. El ascenso tenía un ostensible retraso de varios que persistían en hacer cumbre y además estaban al tanto de la advertencia que se avecinaba mal tiempo. No obstante, continuaron hasta que la tormenta llegó, con ráfagas de viento y nieve rugiendo a más de noventa kilómetros por hora, oscureciéndolo todo y limitando la visión a muy pocos metros. Algunos quedaron atrapados por las condiciones del clima y el cansancio, y otros a duras penas pudieron llegar al campamento con ayuda de rescatistas, en esfuerzos realmente heroicos.

 

Esta tragedia fue calificada como la peor en la historia del Everest hasta ese momento, y fue superada después solo por las avalanchas de 2014 y el terremoto de Nepal de 2015. La situación inició discusiones y cuestionamientos acerca de la seguridad de los escaladores y la presión comercial de las agencias.

Todo esto suena muy dramático, pero ni por asomo se acerca cuando son las personas las que protagonizan la escalada por compromiso en una escalada (valga la redundancia) de alta montaña, concretamente cuando unos entusiastas se imponen el objetivo de hacer cumbre en el techo del mundo: el Everest. Superarlo supone un enorme desafío físico (curiosamente no tanto técnico, pues hay montañas de menor altitud bastante más difíciles), además de económico. Dependiendo del tipo de servicio, un cliente debe pagar entre 50.000 y 120.000 dólares a la agencia que organiza la expedición, aparte de los 11.000 que cobran las autoridades por derecho de acceso. Alrededor de mil escaladores intentan cada año llegar a la cima (entre clientes, sherpas y personal especializado), teniendo éxito en promedio la mitad, en una temporada de buen clima.

 

Las agencias que proveen el servicio de guía y suministros exhiben severas políticas de seguridad que incluyen explícitamente la potestad de ordenar al cliente regresar al campamento si durante el ascenso da muestras de debilidad o fatiga, o si hasta las dos de la tarde de la jornada de ascenso final -esa toma 18 horas entre ida y vuelta- no ha alcanzado la cima pues debe asegurar que estará en condiciones de retornar por sí mismo al campamento 4, que se encuentra a 7.950 metros de altitud, 900 metros más abajo que la cumbre.

 

Esta regla se aplica incluso estando muy cerca de coronar, algo muy frustrante para los clientes por todo lo que han invertido, razón por la que presionan duramente a los guías para que les extienda el límite de tiempo. Sin embargo, nunca el progreso del ascenso es previsible, pues depende del estado del tiempo, de la necesidad de colocar cuerdas fijas en los tramos difíciles y sobre todo de demoras por la presencia de numerosos escaladores, muchos de ellos lentos, lo que obliga a formar fila en los pasos complicados, sobre todo en el Escalón Hillary, una pared de algo más de doce metros de altura, algo técnica y muy cerca de la cúspide.

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En mayo de 1996, ocho de veintitrés escaladores fallecieron durante el retorno de la cumbre del Everest. El ascenso tenía un ostensible retraso de varios que persistían en hacer cumbre y además estaban al tanto de la advertencia que se avecinaba mal tiempo. No obstante, continuaron hasta que la tormenta llegó, con ráfagas de viento y nieve rugiendo a más de noventa kilómetros por hora, oscureciéndolo todo y limitando la visión a muy pocos metros. Algunos quedaron atrapados por las condiciones del clima y el cansancio, y otros a duras penas pudieron llegar al campamento con ayuda de rescatistas, en esfuerzos realmente heroicos.

 

Esta tragedia fue calificada como la peor en la historia del Everest hasta ese momento, y fue superada después solo por las avalanchas de 2014 y el terremoto de Nepal de 2015. La situación inició discusiones y cuestionamientos acerca de la seguridad de los escaladores y la presión comercial de las agencias.

La desgracia se ha repetido hace pocas semanas, pero a diferencia de la anterior esta no fue provocada por avalanchas, tormentas ni terremotos. A fines de mayo del 2019, un embotellamiento de alrededor de 300 escaladores cerca a la cumbre los obligó a esperar por horas su turno de llegar a la cima. Sobre los 8.000 metros de altitud -en la llamada zona de la muerte- el cuerpo humano entra en cuenta regresiva hacia su colapso. Una sobreexposición de tiempo arriesga la vida. El lamentable resultado fueron once fallecidos y un elevado número de afectados por congelamiento que terminaron varios de ellos con dedos, orejas y narices amputados.

 

Los clientes quedaron atrapados durante la escalada por el compromiso de llegar a la cima. Sin duda se requiere mucho de él para superar las duras exigencias del ascenso, pero cuando el compromiso obnubila la capacidad de apreciación objetiva de las condiciones, se convierte en obsesión que puede ser el primer paso a la perdición. La decisión del escalador de continuar la marcha se basa en un pensamiento repetitivo y circular: he asumido un sacrificio enorme para estar aquí y no me puedo fallar a mí mismo. Además, ¿cómo responderle a familia y amigos que me gasté el dineral (ojo, es costo hundido: la agencia le cobrará a usted lo mismo llegue o no a la cumbre), me entrené al límite, colgué fotos de mis preparativos en mi Facebook, tomé dos meses de vacaciones solo (es lo que demanda viajar a Nepal, arribar al campamento base, desarrollar el proceso de aclimatación, trepar los cuatro campamentos, atacar la cumbre, regresar al campamento base y retornar a Nepal y luego a casa)… y no traje la foto heroica donde salgo en la cima del mundo? Allí el cerebro emocional toma comando y clava una banderita en el córtex que dice: “Nada, no hay modo. ¡Sigamos subiendo!”

 

Las agencias quedaron igualmente atrapadas en la escalada. Su propia publicidad aseguraba, a veces con exceso, la tasa de éxito de sus clientes logrando cumbres, más si son los propios dueños de estas las que lideran los grupos. La exigencia técnica actual para autorizar un ascenso no pasa más allá de un certificado médico y no son pocos los casos en que los clientes aprenden el uso de crampones, bastones, piolets, mosquetones y cuerdas en el mismo campo base del Everest. Hay situaciones en que los clientes son literalmente cargados por los guías. Si además la agencia es low cost y cuenta con equipamiento de baja calidad, sherpas inexpertos, oxígeno lo indispensable y se confía en la buena suerte más que en el pronóstico del tiempo, pues las condiciones objetivas son más que propicias para que las cosas vayan mal.

Pero cuando el compromiso obnubila la
capacidad de apreciación objetiva de las
condiciones, se convierte en obsesión que puede
ser el primer paso a la perdición.

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En la edición del 20 de abril del 2019, The Economist reseñaba en un artículo titulado “The trouble with tech unicorns” cómo estas compañías privadas de reciente creación -los llamados unicornios- como Uber, Airbnb, Wework, Lyft y Pinterest entre otras, que han captado ingentes cantidades en inversión, tienen todo menos ganancias. Uber esta por cerrar una IPO (Initial Public Offering) por diez mil millones de dólares. El punto es que una docena de estas empresas han reportado pérdidas por 14 mil millones el año pasado y el acumulado registrado es de 47 mil millones. La explicación de esta “tormenta de escalada” (ojo al nombre: blitzscaling, así lo denomina el artículo) donde se invierte en empresas que pierden dinero es compleja y pasa por la apuesta del winner takes all (mercados en que basta que la calidad del servicio de un competidor sea mínimamente mejor que la del resto para que capture prácticamente el íntegro de las ganancias del rubro), la sobre estimación de las economías de escala a que estos negocios entran y por la percepción de barreras de entrada a la competencia que sus promotores aseguran. El artículo llama a repensar lo que constituye una aproximación insostenible a los negocios.

La desgracia se ha repetido hace pocas semanas, pero a diferencia de la anterior esta no fue provocada por avalanchas, tormentas ni terremotos. A fines de mayo del 2019, un embotellamiento de alrededor de 300 escaladores cerca a la cumbre los obligó a esperar por horas su turno de llegar a la cima. Sobre los 8.000 metros de altitud -en la llamada zona de la muerte- el cuerpo humano entra en cuenta regresiva hacia su colapso. Una sobreexposición de tiempo arriesga la vida. El lamentable resultado fueron once fallecidos y un elevado número de afectados por congelamiento que terminaron varios de ellos con dedos, orejas y narices amputados.

 

Los clientes quedaron atrapados durante la escalada por el compromiso de llegar a la cima. Sin duda se requiere mucho de él para superar las duras exigencias del ascenso, pero cuando el compromiso obnubila la capacidad de apreciación objetiva de las condiciones, se convierte en obsesión que puede ser el primer paso a la perdición. La decisión del escalador de continuar la marcha se basa en un pensamiento repetitivo y circular: he asumido un sacrificio enorme para estar aquí y no me puedo fallar a mí mismo. Además, ¿cómo responderle a familia y amigos que me gasté el dineral (ojo, es costo hundido: la agencia le cobrará a usted lo mismo llegue o no a la cumbre), me entrené al límite, colgué fotos de mis preparativos en mi Facebook, tomé dos meses de vacaciones solo (es lo que demanda viajar a Nepal, arribar al campamento base, desarrollar el proceso de aclimatación, trepar los cuatro campamentos, atacar la cumbre, regresar al campamento base y retornar a Nepal y luego a casa)… y no traje la foto heroica donde salgo en la cima del mundo? Allí el cerebro emocional toma comando y clava una banderita en el córtex que dice: “Nada, no hay modo. ¡Sigamos subiendo!”

 

Las agencias quedaron igualmente atrapadas en la escalada. Su propia publicidad aseguraba, a veces con exceso, la tasa de éxito de sus clientes logrando cumbres, más si son los propios dueños de estas las que lideran los grupos. La exigencia técnica actual para autorizar un ascenso no pasa más allá de un certificado médico y no son pocos los casos en que los clientes aprenden el uso de crampones, bastones, piolets, mosquetones y cuerdas en el mismo campo base del Everest. Hay situaciones en que los clientes son literalmente cargados por los guías. Si además la agencia es low cost y cuenta con equipamiento de baja calidad, sherpas inexpertos, oxígeno lo indispensable y se confía en la buena suerte más que en el pronóstico del tiempo, pues las condiciones objetivas son más que propicias para que las cosas vayan mal.

Pero cuando el compromiso obnubila la capacidad de apreciación objetiva de las condiciones, se convierte en obsesión que puede ser el primer paso a la perdición.

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En la edición del 20 de abril del 2019, The Economist reseñaba en un artículo titulado “The trouble with tech unicorns” cómo estas compañías privadas de reciente creación -los llamados unicornios- como Uber, Airbnb, Wework, Lyft y Pinterest entre otras, que han captado ingentes cantidades en inversión, tienen todo menos ganancias. Uber esta por cerrar una IPO (Initial Public Offering) por diez mil millones de dólares. El punto es que una docena de estas empresas han reportado pérdidas por 14 mil millones el año pasado y el acumulado registrado es de 47 mil millones. La explicación de esta “tormenta de escalada” (ojo al nombre: blitzscaling, así lo denomina el artículo) donde se invierte en empresas que pierden dinero es compleja y pasa por la apuesta del winner takes all (mercados en que basta que la calidad del servicio de un competidor sea mínimamente mejor que la del resto para que capture prácticamente el íntegro de las ganancias del rubro), la sobre estimación de las economías de escala a que estos negocios entran y por la percepción de barreras de entrada a la competencia que sus promotores aseguran. El artículo llama a repensar lo que constituye una aproximación insostenible a los negocios.

De modo que no es difícil quedar atrapado en una escalada por compromiso sea esta una montaña, un negocio inconveniente o una confrontación comercial, bélica o política. Regresar averiado pero vivo de un ocho mil puede para algún tonto -que seguramente sólo ha visto montañas por NatGeo- ser el retorno de la vergüenza (the walk of shame). Bien mirado, es simplemente una decisión inteligente y oportuna inmune al qué dirán los otros y al qué dirá nuestro yo interior.

En el reciente trágico episodio del Everest, escaladores de alta performance renunciaron a alcanzar la cumbre al ver la fila interminable que les precedía. Hicieron cálculos de tiempo y entendieron que el continuar era suicida. Si ellos pueden dar la vuelta, ¿por qué yo no? Como dice el montañista madrileño Ramón Portilla: cerca de la cima siempre hay mil excusas para bajarse y una sola razón para subir.

 

Cuide que esa única razón no sea la equivocada.

De modo que no es difícil quedar atrapado en una escalada por compromiso sea esta una montaña, un negocio inconveniente o una confrontación comercial, bélica o política. Regresar averiado pero vivo de un ocho mil puede para algún tonto -que seguramente sólo ha visto montañas por NatGeo- ser el retorno de la vergüenza (the walk of shame). Bien mirado, es simplemente una decisión inteligente y oportuna inmune al qué dirán los otros y al qué dirá nuestro yo interior.

En el reciente trágico episodio del Everest, escaladores de alta performance renunciaron a alcanzar la cumbre al ver la fila interminable que les precedía. Hicieron cálculos de tiempo y entendieron que el continuar era suicida. Si ellos pueden dar la vuelta, ¿por qué yo no? Como dice el montañista madrileño Ramón Portilla: cerca de la cima siempre hay mil excusas para bajarse y una sola razón para subir.

 

Cuide que esa única razón no sea la equivocada.